La nueva revolución

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Desde la (in)discreción

Esto aún me produce una sensación extraña más allá del estómago. Se siente como algo entre el miedo y la impotencia, el dolor y el agradecimiento. Es doloroso darse cuenta de que los hombres cercanos a ti, desbordan machismo, violencia y abuso. También, porque dentro de la ideología que vamos construyendo para nosotras mismas, una tiene que derrumbar muchas cosas. Quitamos pedestales, varias vendas; vamos curando las heridas con saliva, a veces sin querer abrir los ojos y, después de un tiempo, cuando es más fácil ver que tan profunda es esa herida, nos damos cuenta de que sí, duele, pero no es más grande que nosotras. 

Me considero feminista desde los catorce años, sobre todo porque fui criada por mujeres. Mujeres diferentes, pero ambas valientes, inteligentes, de convicciones fuertes. Mamá es madre soltera, y mi abuela una mujer que dedicó una gran parte de su vida a cuidarme a mí y a la casa que solíamos habitar. Aunque son completamente diferentes, las dos son los pilares de mi feminismo. 

Como es de esperarse de alguien que sumerge los pies en el feminismo a los catorce años, he cambiado rápido y sin previo aviso. Ahora, cuando pienso y hablo de feminismo vienen a mí autoras, profesoras, amigas, artistas, y yo en diferentes edades. Y claro, viene la lucha, el querer cambiar el mundo, hacerle sentir a otra mujer que no está sola; una también es parte del feminismo por la compañía y por la libertad que ésta ofrece. Al final, somos libres en comunidad. 

Esta nueva ola del feminismo tiene un alcance y una expansión totalmente diferente a lo que nos ha contado la historia. Cada vez que ingreso a una red social, veo nuevas comunidades. Mujeres que tal vez no se conocen y que tal vez nunca lo harán, pero están ahí, presentes, con los ojos y los brazos bien abiertos. Mujeres que abrazan la historia de alguien más, sin juzgar, sin preguntar; seres que se suman tal vez sólo a escribir yo te creo, o para decir, a mí me pasó lo mismo y sé cómo te sientes, no estás sola. Y tienen razón, ya no estamos solas. Nos acompañamos entre el inmenso mar de la internet, entre palabras, mensajes, alientos. Pero a pesar de sentir ese calor a través de las pantallas y monitores, nos invade el miedo. Miedo de exponer nuestras cicatrices, de saber que puede pasarme a mí, a ti, sin importar la hora, el día, la ropa, el lugar. Miedo por los dos o tres que sí te juzgarán, temor de los que van a llamarte mentirosa, de los que difamarán lo que surgió del calor de las entrañas y de la valentía. 

Hace poco más de un mes, en una página feminista de la ciudad en donde solía vivir, se compartió un post que se conformaba de dos capturas de pantalla; una historia escrita en las notas de un celular. La publicación era detallada, directa, pero producía en mi cabeza un me gustaría pensar que esto no es cierto, pero no quiero engañarme. Junto a un, denunciar a tus amigos también es revolución. Lo pensé varias horas, lo medité con la almohada y al día siguiente, decidí compartirla. Porque entre mis amigos de Facebook conocen al hombre al que estaban exponiendo, pero también, porque creí en esa publicación y en las palabras que alguien con dolor había redactado desde el anonimato. Fui juntando piezas del pasado, de historias, anécdotas y vasos de whisky. A simple vista, cualquiera podría decir que dicha publicación no tuvo tanto impacto; a penas y otras trece mujeres le dieron click al botón de compartir, pero algunas grandes revoluciones suceden en el silencio. 

De nuestro grupo de amigos, fui la única que decidió compartirlo públicamente. No lo dudé, no quise –ni quiero– saber el otro lado de la historia (si es que lo hay), porque sé que esa mujer no miente y sé que cuando contó su experiencia, tampoco lo hizo. Honestamente, pensé que todos pasarían por desapercibido lo que había hecho; no suelo tener presencia en ninguna red social, pero sucedió todo lo contrario. En el transcurso del día me invadieron los mensajes, los tweets, las llamadas de teléfono. Sigo creyendo que mi acción no debía causar tal disgusto, pero ahora era la mentirosa, la amiga desleal; perdí todo lo que me ha costado mi educación y mi trabajo. Me convertí en unas horas, en una mantenida por mi pareja, una feminista mocha, en algo falso. Compartir una publicación, me costó más de un par de amistades. Creer en un testimonio, satanizó todo lo que soy. 

Fue una semana difícil. Me quitó el sueño, me sacó lágrimas, hizo cuestionarme mis amistades. Pero después de todo lo malo que había llegado a mí, empezó a llegar lo bueno. Ahora estaba ahí la paz, la claridad. Ahora me encontraba bombardeada de otro tipo de mensajes. Más de dos mujeres se acercaron a decirme que a ellas les había pasado lo mismo, con el mismo hombre que alguna vez había sido mi amigo. Otra chica que desconozco, expuso su experiencia en la misma página. De repente, entre lo desconocido y lo conocido, estábamos todas juntas, haciéndonos saber que nuestras acciones eran correctas. Me hizo más cercana a algunas de mis amigas, conocí mujeres nuevas y gané una valiosa amistad. 

Lo que me sucedió, es sólo un ejemplo más de cómo el machismo puede ser pulverizante. De cómo esos hombres, abusadores, violadores, van creando redes para que alguien los proteja, los cubra y las mujeres siempre nos quedemos sin lenguaje. 

Hoy, no me duele exponer a mis amigos, porque soy parte de la nueva revolución. Hoy agradezco al feminismo por liberar algo más en mí. 

Instagram: @grediaz_

por Grecia Desirée Díaz