Desde la (in)discreción
Nací en la última parte de los 90’s, lo que significa que mi niñez estuvo infestada de Cosmopolitan, Vogue, America’s Next Top Model y certámenes de belleza. Aceptar y amar mi cuerpo ha sido difícil, porque la percepción que tengo de mí misma sigue inundada de las modas y dietas atroces que se impregnaron en mí por el principio del nuevo milenio.
Aún recuerdo la primera vez que sentí la obligación de depilar mis piernas. En un programa de la televisión mexicana, los conductores decían que las piernas de las mujeres debían sentirse y verse tersas, porque eso era lo que le gustaba a los hombres. La primera vez que un rastrillo rosó mis piernas, yo tenía nueve años.
Desde mis nueve años comencé a sentir una especie de repulsión por mi imagen. Pasaba horas viéndome al espejo, admirando mi ceja poblada, mis brazos; queriendo arrancar todos los pequeñísimos vellos de mi cara porque me hacían sentir que no era lo suficientemente hermosa y que nunca nadie podría verme así: hermosa, morena y con vellos. Lo que yo podía ver en el espejo, no se parecía en nada a lo que veía en las portadas de revistas y a las mujeres que aparecían en televisión. El capitalismo jode muchas cosas, y una de ellas, es la manera en cómo nos sentimos en con nuestro empaque.
El capitalismo ataca la naturalidad del cuerpo y la belleza que hay en la diversidad de las culturas. Ataca la enorme gama de colores que tiene el mundo. Ataca las medidas, las tallas. El capitalismo pulveriza los procesos orgánicos de los cuerpos. Señala la menstruación, la hace ver asquerosa, antinatural, y nos exige guardar discreción si tenemos que cambiar nuestra toalla, tampón o copa menstrual.
Las mujeres nos hemos sometido a un sinfín de procedimientos para “encajar” en esta visión de perfección que no existe. Faldas entalladas que no nos permiten sentarnos con comodidad, fajas que a la larga deforman nuestros cuerpos, tacones que alteran los huesos de nuestros pies. Horas en salones de belleza, bajo lámparas quirúrgicas, derramando dinero en modas fugaces, para al final volver a casa, a nuestra intimidad y darnos cuenta que no es suficiente, porque el problema va más allá del consumismo. Penetra la mente, la moldea e intenta no cambiarla.
Hoy soy todas mis edades. Soy esa niña de nueve años que se sintió mal por no encajar con Gisele Bündchen y Kate Moss. También soy la adolescente de 15 años con el cabello hasta la cadera y el armario repleto de crop tops. Soy la universitaria que vio los cánceres que tiene el mundo y que debía hacer algo para cambiarlo. Y mi yo versión adulta, aún lucha con lo que ve con el espejo, pero cada vez se siente más cómoda con sus estrías, cicatrices, vellos y acepta su belleza. Belleza que no se repite, que no es un producto de aparador y sobre todo, que no es desechable.
El self-love es más que un día de mascarillas y copas de vino, es un proceso. Es un diálogo constante con las fobias del pasado. Significa reconstruir, desechar, cultivar y sanar. Es saber que, aunque nuestras medidas no sean 90-60-90 y nuestras caras no sean totalmente simétricas, somos belleza y perfección a nuestra manera.
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por Grecia Desirée Díaz