Al hablar de la cultura local y sus creadores—y por cultura me refiero a todo lo de da forma a una sociedad (ciencia, artes visuales, literatura, ciencias sociales, etc.)—parece que alguien siempre sale a dar un dato aprobatorio tipo “ganó el Oscar”. Y entonces todo el mundo se queda muy tranquilo con la certeza de que la presea asegura el talento y relevancia del personaje o producto en cuestión.
Y no estoy diciendo que no sea el caso, pero ¿cuántas veces escuchamos el mismo argumento pero con una institución nacional como autoridad?
Pareciera, entonces, que las casi-autodenominadas autoridades extranjeras en diversas materias son quienes dictan lo que es bueno, o no, de nuestro producto nacional cultural.
Directores, productores y actores se consagran en el ojo nacional al llegar a Hollywood, figuras públicas al salir en portadas de revistas extranjeras, científicos al obtener reconocimientos de universidades de la Ivy league…
Durante estas conversaciones siempre tengo la sensación de que a la gente le parece mucho menos impresionante un “ganó el premio nacional de literatura” que “fue bestseller del New York Times”. Y me deja muy mal sabor de boca pensar que tenemos que esperar a que alguna autoridad extranjera socialmente ratificada por las “elites culturales”, nos diga que lo que tenemos en nuestro país es merecedor de atenciones y alabanzas.
Y cuando digo “autoridad extranjera” me refiero, en la mayor parte de lo casos, a instituciones estadounidenses y europeas (véase: blancas).
Porque tal parece que tampoco hay mayor relevancia cuando uno menciona algún organismo latinoamericano y, mucho menos, local o indígena. En muchos casos ni siquiera tiene que ser algo conocido; un simple “es una academia inglesa” provoca un “¡oh, ah!” general.
Yalitza Aparicio nunca tuvo tanta audiencia como cuando salió en la portada de Vogue en 2018, por poner un ejemplo relativamente reciente y muy obvio. En los medios se leían titulares y frases como “felicidades, Yalitza”, “histórica portada de Vogue”, “que nadie les diga a las indígenas mexicanas que no pueden”, “Yalitza cumple el sueño de muchas”…
¿Entendemos entonces que nuestro sueño es acercarnos lo suficiente a los estándares coloniales que podamos ser aprobados por sus instituciones?
Y no es que piense que está mal salir en Vogue, lo celebro y la representación en medios masivos es importante, pero ¿a eso se reducen los logros?
Nadie hizo tanto escándalo cuando la misma Aparicio debutó como escritora o cuando salió en la portada de BADHOMBRE (un photoshoot y styling en una revista latinoamericana, en mi opinión, infinitamente superiores a los de la pieza de Vogue).
Les actores y productos culturales racializados, no occidentalizados, no blancos o que vienen de un lugar “atípico”, son considerados sujetos
no-centrales hasta que obtienen la aprobación de un grupo o institución cuya validez sí es reconocida dentro los estándares occidentales/coloniales.
El racismo estructural—y en México, el malinchísmo estructural—se traduce en una jerarquía epistémica y sociocultural que normaliza la desigualdad y valida la opresión de ciertos grupos que “simplemente no pertenecen ahí”. Y me parece que ha dado lugar a una identidad latina profundamente quebrantada, que solo se siente trascendente cuando es aprobada por una entidad que considera superior.
¿Por qué el afán de conseguir nuestra representación en espacios creados para otros estándares y con otros fines? ¿Por qué no validar nuestra propia cultura, a nuestros propios actores y nuestros propios productos, en nuestros propios espacios, y así presentarlos al mundo? ¿Por qué no crear y respetar nuestros espacios, nuestros estándares y nuestras propias máximas autoridades?