por Nuri Kalach
Vivimos en una época “afortunada”. Cada vez más historias sobre conductas de violencia (acoso sexual o violación) hacia el género femenino salen a la luz. Las surgientes olas de feminismo y el poder de las redes sociales, han permitido que distintas mujeres tengan la valentía y seguridad de poder narrar los daños que vivieron a causa de ciertos miembros del género masculino. Historias que habían permanecido en silencio por un largo tiempo (en la mayoría de los casos), debido al miedo/vergüenza por parte de las víctimas o la indiferencia con la que suele responder la sociedad Sobre todo en un país como México, donde la impunidad reina y los conflictos jamás llegan a una solución. Tan solo se agregan papeles a los expedientes.
Pero el gran problema que ha provocado este alzamiento es que muchos hombres han tomado esto como un ataque por parte del sexo opuesto. No comparten que sus nombres sean expuestos públicamente, ya que sienten que son “humillados” de manera injusta, severa y hasta excesiva. Incluso muchos aseguran que el hombre del siglo XXI vive con la constante amenaza de recibir una acusación de este tipo y ser tachado, a la ligera, como un monstruo. En pocas palabras, el hombre como un símbolo de vulnerabilidad. Más que las propias mujeres (dirían algunos)… Absurda declaración.
Sin embargo, es una realidad que han surgido casos donde el hombre es acusado injustamente por una acción que no cometió. Las falsas acusaciones, pese a que son mínimas, deben ser castigadas, ya que estas perjudican la cotidianidad del individuo. Pero ese es otro tema y nos desvía del verdadero meollo del asunto: los hombres hemos sido unos verdaderos patanes. Aunque cueste admitirlo, han sucedido ocasiones donde la etiqueta de monstruo la tenemos más que merecida. Sea a través de manoseos, golpes, violencia verbal, intoxicaciones alcohólicas y en el caso más extremo; la violación.
Violar y acosar no se miden con la misma vara, pero ambas son bastante hirientes y reprobables. Somos responsables de cegarnos ante la violencia y hasta en ocasiones normalizarla. Extraviamos nuestra sensibilidad y no recapacitamos acerca del daño que provocamos en los demás. Mantenemos en secreto las perversiones y no publicamos nuestras equivocaciones. Lo más triste de todo es que probablemente ella se encuentre sufriendo psicológicamente por tus acciones y tú pretendas como si nada hubiera pasado.
Por lo cual me pregunto: ¿Por qué siempre tenemos que esperar a que la víctima hable?, ¿por qué nuestra monstruosidad no puede salir de nuestras propias bocas?, ¿por qué a la única respuesta que podemos aspirar es a un vacío perdón? Las víctimas deben alzar la voz, pero también los monstruos. Y en esta ocasión, interpretando el rol del monstruo, es mi turno de alzar la voz:
Era el año 2014 y por fin me había graduado de la secundaria. Tras concluir la ceremonia, mi generación decidió que la mejor manera de festejar era realizando una pijamada. Lo cual en la mente de un puberto sonaba como un plan ideal, sobre todo por la idea de dormir con una niña y quizá llegar consolidar un beso de manera consensual. A los 15 años explotas de calentura y solo piensas en “chichis”, pero tú cachondez jamás justificará tus actos. Esa noche la testosterona venció a mi racionalidad y mientras una de mis compañeras dormía pensé que era buena idea tocarle las pompas. Así lograría conseguir algo de “acción” y calmar mis impulsos de adolescente. Estúpidamente, ignore el concepto CONSENSUAL y en repetidas ocasiones toque su trasero mientras ella no se daba cuenta. ¿Acaso mi edad justificaba mis acciones? Me temo que no. Pensé con el falo, mas no con la cabeza.
Se me caía la cara de vergüenza al otro día. Tanto así que no tuve los pantalones de verla a la cara y pedirle una disculpa personalmente. Tuve que hacerlo por vía WhatsApp de manera frívola y vacía. Ella me perdonó, pero en el fondo sabía que las cosas no se solucionarían tan fácilmente; mucho menos después de estos actos. La etiqueta de monstruo me ajustaba a la medida.
No pretendo victimizarme a través de este testimonio. O contar cómo he cambiado desde aquel oscuro episodio en mi vida. Tampoco pedirle otra disculpa a mi compañera. Ni siquiera justificar lo que hice. Pero como el segundo protagonista de la historia, tengo la responsabilidad de alzar la voz y evidenciar mi monstruosidad. Recalcar que jamás fui consciente del daño que le pudo ocasionar mi “caricia” perversa. Como hombres, tenemos que ser los primeros en alzar la voz cuando ejercemos u observamos estas conductas violentas. Si nos quedamos callados, seguiremos cayendo en los mismos errores. Seamos responsables de nuestras palabras y acciones. Alcemos la voz por el bien de nosotros, pero sobre todo por ellas. Visibilicemos lo que nos esforzamos por esconder. Aunque nos avergüence.